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Sínodo Obispos, octubre 2008 |
«La Palabra del Señor permanece para siempre» (1Pe 1,25). Con estas palabras comienza la reciente exhortación apostólica postsinodal sobre la «Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia» Verbum Domini. El documento papal responde y recoge las conclusiones del último Sínodo ordinario de los Obispos, celebrado en el Vaticano del 5 al 26 de octubre de 2008. Tanto el Sínodo como este documento señalan la necesidad de que sea reconocida en toda la comunidad cristiana la importancia y centralidad de la Palabra de Dios, y quiere mantenerse en la línea que marcó principalmente la Constitución Dei Verbum, del concilio Vaticano II, subrayando que «la comunidad eclesial crece también hoy en la escucha, en la celebración y en el estudio de la Palabra de Dios» (n. 3).
En la primera parte del documento se presenta a «Dios que habla», al Dios de la Biblia en diálogo amoroso con la humanidad. Una Palabra de Dios que tiene un rostro, Jesucristo, el Verbo encarnado, que se ha manifestado prioritariamente en la vida de Jesús de Nazaret. Y, al mismo tiempo, es proclamación de la Buena Noticia de Dios, proclamada por Jesús y puesto después por escrito por sus primeros seguidores. Esta proclamación forma parte de la revelación divina, de forma que «La Sagrada Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, es la Palabra de Dios atestiguada y divinamente inspirada» (n. 7). Una Palabra que «se expresa con palabras humanas gracias a la obra del Espíritu Santo», de manera que sin su ayuda «no podemos llegar a comprender la Escritura» (n. 15).
Como todo diálogo es una relación entre dos: la Palabra de Dios implica también una respuesta de la persona humana a su Palabra; una llamada a entrar en la Alianza con Dios (n. 22). La Palabra de Dios es, desde esta perspectiva, escucha de los interrogantes humanos, de sus inquietudes, problemas e ilusiones. «El Dios que habla nos enseña cómo podemos hablar con Él» (n. 24), en la Biblia encontramos el cómo. El pecado, el mal dificulta o puede imposibilitar este diálogo (n. 26). María, la madre de Jesús, es un ejemplo de diálogo y «familiaridad con la Palabra de Dios» (n. 28).
La Iglesia, señala la exhortación apostólica, es el lugar originario de la hermenéutica, de la interpretación de la Biblia (n. 29), aseverando que la Palabra de Dios es el alma de toda la Teología de la Iglesia (n. 31). Reivindica tanto el estudio crítico histórico (campo propio de la exégesis científica) como la necesidad de una hermenéutica actualizadora, de forma que los frutos de la Palabra de Dios lleguen a todo el pueblo cristiano (nn. 34-35). En la misma línea denuncia las lecturas fundamentalistas o literalistas de la Biblia (n. 44).
La segunda parte está dedicada a la Palabra de Dios en la Iglesia, cómo esta la acoge y por ella es transformada (n. 50). Recuerda que la liturgia es el lugar privilegiado de esta Palabra (n. 52); más aún la Palabra de Dios tiene un valor sacramental: «es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido» (n. 56). Así mismo señala el papel de la homilía en las celebraciones litúrgicas y cómo debe ser preparada y explicada con esmero exquisito: «La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida» (n. 59).
Recomienda «un particular esfuerzo pastoral para resaltar el puesto central de la Palabra de Dios», subrayando la necesidad de la «animación bíblica de toda la pastoral» (n. 73), de forma que toda la actividad pastoral esté imbuida de la Palabra de Dios. La catequesis, señala, debe estar enraizada en los textos bíblicos (n. 74). También insiste en «la exigencia de un acercamiento orante al texto sagrado como factor fundamental de la vida espiritual de todo creyente» (n. 86), recomendando la lectio divina o lectura orante de la Palabra.
El anuncio de la Palabra de Dios al mundo es el tema de la tercera parte del documento, recordando que la comunidad eclesial no sólo es destinataria de la Palabra de Dios, sino que ha de ser su anunciadora (n. 91); en ella reconoce su misión (n. 92), la necesidad de la construcción del Reino de Dios (n. 93). Ésta es una misión de la que somos responsables todos los bautizados (n. 94), recuerda la exhortación. La Palabra de Dios compromete en la construcción de un mundo más justo (nn. 99-101), en la cimentación de las diversas culturas con apertura a la transcendencia (n. 109).
Acaba la exhortación apostólica invitando a fundamentar toda la espiritualidad cristiana en «la Palabra de Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia» (n. 121), lo que ha de llevar a toda la Iglesia a una nueva evangelización, a partir de una nueva escucha de la Palabra de Dios (n. 122).