El Reino de Dios es un tema omnipresente en los dichos, en los gestos, en los exorcismos, en las curaciones… de Jesús. La mayoría de estudiosos comparten la idea de la centralidad de la predicación del Reino en el ministerio de Jesús.
La forma habitual de enseñar de Jesús es a través de parábolas. Y su idea del reino/reinado de Dios nos llegará privilegiadamente por medio de sus parábolas.
La versión más antigua de la parábola del grano de mostaza nos ha llegado, probablemente, a través del evangelio de Marcos. Será en la versión de este evangelista donde nos detendremos a contemplar laa palabras de Jesús. La encontramos en el capítulo 4 de su evangelio, capítulo en el que hallamos una concentración de la mayoría de parábolas de este evangelio.
Mc 4, 30 Y proseguía diciendo: «¿A qué compararemos el reino de Dios o con qué parábola lo describiremos?
31 Es como el grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que sobre la tierra existen;
32 pero, una vez sembrado, se pone a crecer y sube más alto que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra»
Ésta parábola, junto con otras muchas, no acaba con una aplicación interpretativa. El evangelista narra las palabras de Jesús sin aclaración posterior, sin explicación del sentido ni por parte del narrador ni por parte del personaje principal, Jesús. «Jesús deja al oyente sacar la conclusión de la parábola»[1] Seguramente, como anota J. Jeremias, esta forma de parábola, sin más, corresponde al Jesús histórico; la mayoría de sus parábolas serían así, no necesitaban de explicación o, mejor, su interpretación era abierta.
El ejemplo de planta que utiliza Jesús, para hablar del Reino de Dios, no destaca por su grandeza; no es una palmera, ni mucho menos un alto cedro del Líbano. Imágenes estas usadas con frecuencia en la Biblia Hebrea:
«Florece el justo como la palmera, crece como un cedro del Líbano» (Sal 92,13)
«Mira a un cedro del Líbano de esplendido ramaje, de fronda de amplia sombra y de elevada talla. Entre las nubes despuntaba su copa. Las aguas le hicieron crecer, el abismo le hizo subir, derramando sus aguas en torno a su plantación, enviando sus acequias a todos los árboles del campo. Por eso su tronco superaba en altura a todos los árboles del campo, sus ramas se multiplicaban, se alargaba su ramaje, por la abundancia de agua que le hacia crecer. En sus ramas anidaban todos los pájaros del cielo, bajo su fronda parían todas las bestias del campo, a su sombra se sentaban naciones numerosas. Era hermoso en su grandeza, en su despliegue de ramaje, porque sus raíces se alargaban hacia aguas abundantes. No le igualaban los demás cedros en el jardín de Dios, los cipreses no podían competir con su ramaje, los plátanos no tenían ramas como las suyas. Ningún árbol, en el jardín de Dios, le igualaba en belleza. Yo le había embellecido con follaje abundante, y le envidiaban todos los árboles de Edén, los del jardín de Dios» (Ez 31,3-9)
No son estos grandes árboles de los que se sirve Jesús para explicar cómo es el Reino de Dios. La semilla del arbusto de mostaza era la más pequeña conocida, imagen de los inicios humildes del Reino de Dios, predicado por Jesús. Pero, su desarrollo tampoco es portentoso; el tamaño y la forma de este arbusto no es precisamente sobresaliente. El aspecto que el evangelista quiere subrayar es otro, es la acogida de todos y de todas en este Reino de Dios, valiéndose de la imagen de los pájaros que anidan bajo su sombra (imagen ya utilizada por el profeta Ezequiel). «Para Jesús, la verdadera metáfora del reino de Dios no es el cedro, que hace pensar en algo grandioso y poderoso, sino la mostaza, que sugiere algo débil, insignificante y pequeño»[2]
La imagen de Dios que aparece en esta parábola del Reino es la de un Dios que desea acoger a todos, de un Reino en el que nadie es excluido, una realidad donde todo ser humano se siente aceptado y dignificado. La grandeza la deja para los poderosos de este mundo; el estilo de Jesús, el Dios de Jesús es de otra manera.
¡Qué distintos de lo que se esperaba eran los comienzos del tiempo de salvación predicado por Jesús! Este grupo miserable, al que pertenecían tantas gentes de mala fama, ¿había de ser la comunidad salvífica nupcial de Dios? Sí, dice Jesús; ella es. Con la misma seguridad con que de la pequeña semilla de mostaza se produce el gran arbusto y del pequeño trozo de levadura la masa fermentada, el milagro de Dios convertirá mi pequeña grey en el pueblo de Dios del tiempo de la salvación, que abarcará a todos los pueblos.[3]
No es difícil llevar este texto a la oración y a la meditación. El Señor nos está pidiendo personal y comunitariamente un cambio de actitud. No son los medios, la publicidad (lo conocidos que seamos), la grandeza, el éxito, la fama, ni siquiera el número… la medida para valorar si estamos construyendo adecuadamente el Reino de Dios aquí y ahora. Nuestros esfuerzos, con frecuencia, caminan en esta dirección. Y no es malo, pero no es lo mejor. No significa renunciar a ser más conocidos, a disponer de medios más adecuados, a tener más vocaciones, al derecho a ser escuchados… Pero todo ello no es lo nuclear, no es lo fundamental.
La acogida del necesitado; nuestra actitud ante el otro o la otra, de la comunidad o de fuera de la comunidad; el buscar que cualquiera que entre en contacto con nosotros se sienta reconocido, respetado, aliviado, escuchado, tratado con amor. Aunque seamos pequeños, insignificantes, débiles; como el Reino de Dios que proclamaba Jesús.
Todo ello he de pararme a contemplarlo, a «rumiarlo», junto a Jesús, personal, pero también comunitariamente. Y, lógicamente, llevarlo a la vida: con un plan concreto. Las buenas intenciones no son suficientes. Mi vida, nuestra vida ha de responder a la «Buena noticia» de Jesús, a su predicación del Reino.
Javier Velasco Arias
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